Dedicamos esta edición de Clarín Rural al maíz. Es el momento. La cuestión de la chicharrita puso en alerta a todo el sector, desatando una reacción de tremenda potencia, lo que se refleja en la fuerte participación de las principales empresas involucradas en las soluciones tecnológicas para afrontar la plaga. Y de esta manera, mantener a pleno el maíz en la rotación, donde tiene un papel clave.
El maíz es el paradigma de la sustentabilidad. Ahora que se habla tanto del difuso y hasta inquietante concepto de “agricultura regenerativa”, vale la pena rescatar precisamente el rol del maíz en la recuperación de la fertilidad de los suelos. En particular, por el aporte de materia orgánica. Una hectárea de maíz que hoy entrega un rendimiento en grano de 10 toneladas, deja otras tantas en el rastrojo. La mitad, en volumen radicular, la otra mitad en superficie. Las bacterias, protozoarios, lombrices y toda la biota del suelo la convierten en la bendita materia orgánica que da base a la agricultura más eficiente del mundo en términos económicos y ambientales.
No siempre hicimos las cosas bien con el maíz. El facilismo llevó a abusar de tecnologías que, mejor utilizadas, podrían haber contribuido aún y mejor a la sustentabilidad.
Por ejemplo, cuando irrumpieron los híbridos RR, sin duda una herramienta extraordinaria, el uso excesivo y muchas veces innecesario de estos materiales aceleró el problema de las malezas resistentes. Se convirtieron en uno de los grandes desafíos, en particular por la solución también facilista de volver al laboreo. No es “fundamentalismo” reivindicar los valores de la agricultura sin disturbio del suelo y con menor consumo de combustible e implementos.
En general, quienes proponen estas alternativas son negacionistas del cambio climático y lo consideran un invento ideológico. Vayamos a lo práctico: la cuestión ambiental ha sido el principal motor de la economía agrícola, y el abanderado de esta causa ha sido, precisamente, el maíz.
Hace 40 años, la agricultura global estaba desafiada por el problema de los excedentes. Hacía falta generar nueva demanda. En los EEUU, principal productor mundial de maíz, se descubrió que el etanol producido a partir de la fermentación de su almidón (el 80% del contenido del grano) se podía sustituir el uso de tetraetilo de plomo en la nafta. Salió la Ley de Aire Puro. Tras algunos pasos intermedios, se aprobó el uso del etanol como “oxigenante”, eliminando el plomo.
Unos años después, ya despuntando el siglo XXI, irrumpía con fuerza la cuestión del calentamiento global. La hago corta: hoy en los EEUU más de un tercio de la producción de maíz se destina a etanol. Se generalizó el E85 (15% de etanol). Todo el crecimiento de la producción vía mayores rindes, se volcó al etanol. Imaginemos lo que sería de los precios agrícolas si esto no hubiera sucedido. Conviene recordar que el maíz compite con los otros cultivos por el uso del suelo.
En consecuencia, hay vasos comunicantes entre los precios. Un excedente anual de 140 millones de toneladas de maíz hubiera provocado un aluvión de soja. Chau Argentina, chau Sudamérica.
En los últimos 25 años, se destinaron a etanol 2 mil millones de toneladas de maíz, que evitaron la emisión de la misma cantidad de CO2 al mezclarse con la nafta. A los valores actuales del CO2 en la UE (100 dólares por tonelada) serían 200.000 millones de dólares, medio Producto Bruto de la Argentina. Son números brutales.
La buena noticia es que esto sigue, y que hasta en la Vieja Europa están admitiendo el etanol que certifique baja huella de carbono. Algunas empresas locales ya están exportando, tras demostrar que además de la extraordinaria eficiencia en la producción tiene continuidad en la industria, donde incluso se recaptura el CO2 producido durante la fermentación del cereal. Este CO2 sustituye al que antes se obtenía quemando petróleo.
Como decía el poeta puntano Antonio Estaban Agûero, “Yo le beso las manos al Inca Viracocha, que inventó el maíz y enseñó su cultivo”.