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El semáforo y el caballero



Hace unos años conocí a un biólogo que había trabajado varios años en un instituto de investigaciones farmacéuticas en Londres. No recuerdo bien, o no entendí nunca, qué hacía allí, pero sí que era un lugar de excelencia y su puesto de gran responsabilidad. Un punto alto en su carrera científica y profesional. Sin embargo, me dijo, sufrió entonces la peor humillación de su vida y recibió una lección tan humilde como reveladora.

El puesto que tenía conllevaba que le adjudicaran un departamento muy coqueto en una zona rural, dentro de una casa eduardiana de aristócratas a los que no veía nunca. También contaba con un pequeño automóvil muy británico, con el que iba a trabajar todos los días. Todas las mañanas salía por una calle estrecha, bordeada de cipreses, hasta llegar a su empalme con una ruta comarcal donde había un semáforo casi inexplicable, ya que era un cruce solitario. Luego seguía un par de kilómetros y se sumergía en la autopista que lo llevaba en diez minutos al laboratorio de investigaciones.

Como sus anfitriones ingleses, conducía su auto con responsabilidad y prudencia. Al llegar al cruce con la ruta comarcal todas las mañanas se topaba con ese semáforo superfluo. Si estaba en rojo, disminuía la marcha, miraba concienzudamente a izquierda y derecha, comprobaba que nadie venía y seguía su camino.

Así hasta que una mañana un policía británico, de esos correctos hasta la caricatura, lo detuvo. Le dijo que habían advertido (¿quiénes, cuándo?) que él no respetaba la luz de detenimiento de ese semáforo.

Mi amigo, después de la sorpresa, explicó que él respetaba la señal, a tal punto que siempre disminuía la marcha, verificaba que no había ningún vehículo en centenares de metros, y recién allí se incorporaba a la ruta. Estuvieron un rato largo explicándose uno al otro lo que parecía para cada uno lo más obvio del mundo: El policía, que el rojo de los semáforos significaba detenerse, mi amigo, que lo respetaba hasta comprobar que era innecesario aguardar el cambio de señal para retomar su camino.

Finalmente el policía pareció darse por vencido, sacó una libreta y garabateó algo. Mi amigo supuso que era una multa, y ya estaba resignado a ese exceso de celo de un policía quisquilloso. No resultó tal cosa.

El oficial le explicó que, a raíz de la conversación mantenida, estaba convencido de que mi amigo poseía un alto porcentaje de anomia social, lo que lo transformaba en un individuo potencialmente peligroso para conducir en Inglaterra.

Que le extendía una citación para que se presentara en la estación de policía para que un experto evalúe su capacidad de comprensión de las leyes, y el peligro que representaba para los otros ciudadanos.

Antes de dejarlo marchar, agregó, británicamente:“Con los semáforos no se negocia, caballero”.

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