¿Dónde deja la victoria de Trump a (lo que queda de) la izquierda? En 1922, cuando los bolcheviques tuvieron que replegarse a la “Nueva Política Económica” de permitir un alcance mucho más amplio de la economía de mercado y la propiedad privada, Lenin escribió un breve texto “Sobre el ascenso a una alta montaña”. Usa el símil de un alpinista que tiene que retroceder al punto cero, a la base, desde su primer intento de alcanzar la cima de una nueva montaña, para describir cómo se retrocede sin traicionar oportunistamente la propia fidelidad a la Causa: los comunistas “que no ceden al desaliento y que conservan su fuerza y flexibilidad ‘para comenzar desde el principio’ una y otra vez al abordar una tarea extremadamente difícil, no están condenados”. Este es Lenin en su mejor versión beckettiana, haciéndose eco de la línea de Worstward Ho: “Inténtalo de nuevo. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Y ese enfoque leninista es más necesario hoy que nunca, cuando el comunismo es más necesario que nunca como única forma de afrontar los desafíos a los que nos enfrentamos (ecología, guerra, IA…), pero cuando (lo que queda de) la izquierda es cada vez menos capaz de movilizar a la gente en torno a una alternativa viable. Con la victoria de Trump, la Izquierda alcanzó su punto cero.
Antes de sumergirnos en los lugares comunes sobre el “triunfo de Trump”, deberíamos tener en cuenta algunos detalles importantes, el primero de ellos el hecho de que Trump no obtuvo más votos que en las elecciones de 2020, en las que perdió contra Biden: ¡fue Kamala quien perdió alrededor de 10 millones de votos en comparación con Biden! Así que no es que “Trump ganó a lo grande”: es Kamala la que perdió, y todos los críticos izquierdistas de Trump deberían comenzar con una autocrítica radical. Entre los puntos a señalar, está el desagradable hecho de que los inmigrantes, especialmente los de países latinos, son casi intrínsecamente conservadores: llegaron a EE.UU. no para cambiarlo sino para tener éxito en el sistema o, como dijo Todd McGowan: “Quieren crear una vida mejor para ellos y su familia, no mejorar su orden social”.
Por eso no creo que Kamala perdiera por ser una mujer no blanca: recordemos que hace tres semanas Kemi Badenoch, una mujer negra, fue elegida triunfalmente nueva líder de los conservadores británicos. Para mí, la razón principal de su derrota es que Trump representaba la política, él (y sus seguidores) actuaron como políticos comprometidos, mientras que Kamala representaba la no-política. Muchas de las posturas de Kamala eran bastante aceptables: salud, aborto… Sin embargo, Trump y sus partidarios hicieron repetidas veces declaraciones claramente “extremas”, mientras que Kamala se excedió en evitar las decisiones difíciles, ofreciendo lugares comunes vacíos. (En este sentido, Kamala se acerca a Keir Starmer en el Reino Unido.) Basta recordar cómo evitó adoptar una postura clara sobre la guerra de Gaza y así perdió los votos no sólo de los sionistas radicales, sino también de muchos jóvenes votantes negros y musulmanes.
Lo que los demócratas no aprendieron de los trumpistas es que, en una batalla política apasionada, el “extremismo” funciona. En su discurso de reconocimiento del triunfo de Trump, Kamala dijo: “A los jóvenes que nos están viendo, está bien estar tristes y decepcionados, pero por favor sepan que todo va a estar bien”. No, todo NO va a estar bien, no debemos confiar en que la historia futura de alguna manera restablecerá el equilibrio. Con la victoria de Trump, la tendencia que acercó al poder a la nueva derecha populista en muchos países europeos alcanzó su clímax.
Kamala fue calificada por Trump como peor que Biden, no sólo como socialista sino incluso como comunista. Confundir su postura con el comunismo es un triste índice de dónde estamos hoy, una confusión claramente discernible en otra afirmación populista oída a menudo: “El pueblo está cansado del gobierno de extrema izquierda”. Un absurdo como el que más. Los nuevos populistas califican al (todavía) hegemónico orden liberal como de “extrema izquierda”. No, este orden no es de extrema izquierda, es simplemente el centro liberal-progresista que está mucho más interesado en luchar contra (lo que queda de) la izquierda que contra la nueva derecha. Si lo que tenemos ahora en Occidente es un “orden de extrema izquierda”, entonces von der Leyen es una comunista marxista (¡como efectivamente afirma Viktor Orban!).
La nueva derecha populista considera que el comunismo y el capitalismo empresarial son lo mismo. Pero la verdadera identidad de los opuestos reside en otra parte. Hace unos ocho años me criticaron por decir que Trump es un liberal puro: ¿cómo podía ignorar yo que Trump es un fascista dictatorial? Mis críticos no lo entendieron: quizá la mejor caracterización de Trump es que ES liberal, es decir, un fascista liberal, la prueba definitiva de que liberalismo y fascismo funcionan juntos, de que son las dos caras de un mismo punto. Trump no es sólo autoritario, su sueño es también permitir que el mercado funcione libremente en su faceta más destructiva, desde la especulación brutal hasta la desestimación de todas las limitaciones éticas en los medios públicos (contra el sexismo y el racismo) por considerarlas una forma de socialismo.
También en este caso, deberíamos empezar con una crítica a los adversarios de Trump. Boris Buden rechazó la interpretación predominante que ve el auge del nuevo populismo de derecha como una regresión causada por el fracaso de la modernización. Para Buden, la religión como fuerza política es efecto de la desintegración postpolítica de la sociedad, de la disolución de los mecanismos tradicionales que garantizaban vínculos comunitarios estables: la religión fundamentalista no sólo es política, es la política misma, es decir, sostiene el espacio para la política. Y lo que es aún más perturbador es que ya no es sólo un fenómeno social, sino la textura misma de la sociedad. De manera que, en cierto modo, la sociedad misma se convierte en fenómeno religioso. Así, ya no es posible distinguir el aspecto puramente espiritual de la religión de su politización: en un universo postpolítico, la religión es el espacio predominante en el que retornan las pasiones antagónicas. Lo que ha ocurrido recientemente bajo el disfraz del fundamentalismo religioso no es, pues, el retorno de la religión en la política, sino simplemente el retorno de lo político como tal. Entonces la verdadera pregunta es: ¿por qué lo político en el sentido laico radical, el gran logro de la modernidad europea, perdió su poder formativo?
David Goldman comentó el resultado con un “¡Es la economía, estúpido!… pero, como él mismo añadió, no de forma directa. Los principales indicadores muestran que bajo el gobierno de Biden la economía funcionó bastante bien (aunque la inflación golpeó con fuerza a la mayoría de los pobres), así que el misterio es: ¿por qué una considerable mayoría percibió su situación económica como calamitosa? Aquí entra en escena la ideología; no sólo la ideología en el sentido de ideas y principios rectores, sino la ideología en un sentido más básico de cómo funciona el discurso político como vínculo social. Aaron Schuster observó que Trump es “un líder excesivamente presente cuya autoridad se basa en su propia voluntad y que desprecia abiertamente el conocimiento: es este teatro rebelde y antisistémico el que le sirve a la gente de punto de identificación”. Esta es la razón por la que los insultos en serie y las mentiras descaradas de Trump, para no mencionar el hecho de que es un delincuente condenado, le funcionan: el triunfo ideológico de Trump reside en el hecho de que sus seguidores experimentan la obediencia hacia él como una forma de resistencia subversiva o, como lo expresó Todd McGowan: “Uno puede apoyar al incipiente líder fascista con una actitud de obediencia total al tiempo que se siente totalmente radical, posición diseñada para maximizar el factor de goce casi de hecho”.
Aquí deberíamos movilizar la noción freudiana del “robo del goce”: el goce de un Otro inaccesible para nosotros (el goce de la mujer para el hombre, el goce de otro grupo étnico para nuestro grupo…), o nuestro goce legítimo robado por un Otro o amenazado por un Otro. Russel Sbriglia observó cómo esta dimensión del “robo del goce” tuvo un papel crucial cuando los partidarios de Trump irrumpieron en el Capitolio el 6 de enero de 2021: “¿Podría haber una mejor ejemplificación de la lógica del “robo del goce” que el mantra que los partidarios de Trump coreaban mientras irrumpían en el Capitolio: “¡Paren el robo!”? La naturaleza hedonista y carnavalesca del asalto al Capitolio para “detener el robo” no era meramente secundaria al intento de insurrección; en la medida en que todo pasaba por recuperar el goce (supuestamente) robado por los otros de la nación (es decir, los negros, los mexicanos, los musulmanes, los LGBTQ+, etc.), el elemento del carnaval era absolutamente esencial”.
Lo que ocurrió el 6 de enero de 2021 en el Capitolio no fue un intento de golpe de Estado, sino un carnaval. La idea de que el carnaval puede servir de modelo para los movimientos de protesta progresistas – estas protestas son carnavalescas no sólo en su forma y atmósfera (representaciones teatrales, cánticos humorísticos), sino también en su organización no centralizada – es profundamente problemática: ¿no es la propia realidad social capitalista tardía ya carnavalesca? ¿Acaso la tristemente célebre Kristallnacht de 1938 – ese estallido medio organizado medio espontáneo de ataques violentos contra hogares, sinagogas, comercios y personas judías – no fue un típico carnaval? Además, ¿no se llama también “carnaval” a la obscena cara oculta del poder, desde las violaciones en grupo hasta los linchamientos masivos? No olvidemos que Michail Bakhtin desarrolló la noción de carnaval en su libro sobre Rabelais escrito en la década de 1930 como respuesta directa al carnaval de las purgas estalinistas.
El contraste entre el mensaje ideológico oficial de Trump (valores conservadores) y el estilo de su actuación pública (decir más o menos lo primero que se le pasa por la cabeza, insultar a los demás y violar todas las normas de la buena educación…) dice mucho de nuestro dilema: qué mundo es éste en el que bombardear al público con vulgaridades indecentes se presenta como la última barrera para protegernos del triunfo de la sociedad en la que todo está permitido y los viejos valores se van al diablo. Como dijo Alenka Zupančič, Trump no es una reliquia del viejo conservadurismo moral mayoritario, es en mucho mayor grado la imagen invertida caricaturesca de la propia “sociedad permisiva” posmoderna, un producto de los propios antagonismos y limitaciones internas de esta sociedad.
Adrian Johnston propuso “un giro complementario de la sentencia de Jacques Lacan según la cual ‘la represión es siempre el retorno de lo reprimido’: el retorno de lo reprimido es a veces la represión más eficaz”. ¿No es ésta también una definición concisa de la figura de Trump? Como decía Freud sobre la perversión, en ella todo lo reprimido, todo el contenido reprimido, sale a la luz en toda su obscenidad, pero este retorno de lo reprimido no hace sino reforzar la represión. Y por eso tampoco hay nada liberador en las obscenidades de Trump, ellas no hacen más que reforzar la opresión y la mistificación social. Las obscenas actuaciones de Trump expresan así la falsedad de su populismo: para decirlo con brutal sencillez, mientras actúa como si se preocupara por la gente corriente, promueve el gran capital.
¿Cómo explicar el extraño hecho de que Donald Trump, una persona lasciva y carente, lo más opuesto a la decencia cristiana, pueda funcionar como el héroe elegido por los conservadores cristianos? La explicación que se suele oír es que, si bien los conservadores cristianos son muy conscientes del carácter problemático de la personalidad de Trump, han optado por ignorar ese aspecto de las cosas, ya que lo que realmente les importa es la agenda de Trump, especialmente su postura contraria al aborto. Si logra nombrar en la Corte Suprema más miembros conservadores que anulen Roe contra Wade, entonces este acto borrará todos sus pecados… Pero, ¿son las cosas tan sencillas? ¿Y si la propia dualidad de la personalidad de Trump –su elevada postura moral acompañada de lascivia y vulgaridades personales– es lo que lo hace atractivo para los conservadores cristianos? ¿Y si se identifican secretamente con esa misma dualidad? Esto, sin embargo, no significa que debamos tomarnos demasiado en serio las imágenes que abundan en nuestros medios del típico trumpista como un fanático obsceno; no, la gran mayoría de los votantes de Trump son personas corrientes que parecen decentes y hablan de forma normal, tranquila y racional. Es como si exteriorizaran su locura y obscenidad en Trump.
Hace un par de años, Trump fue comparado de forma poco halagadora con un hombre que defeca ruidosamente en el rincón de una habitación en la que se está celebrando un cóctel de alto nivel, pero es fácil ver que lo mismo ocurre con muchos políticos importantes de todo el mundo. ¿No defecó Erdogan en público cuando, en un arrebato paranoico, tachó de traidores y agentes extranjeros a quienes criticaban su política para con los kurdos? ¿No defecó Putin en público cuando (en una bien calculada vulgaridad pública destinada a aumentar su popularidad en el plano nacional) amenazó a un crítico de su política chechena con la castración médica? Para no hablar de Boris Johnson…
Esta revelación del trasfondo obsceno de nuestro espacio ideológico (por decirlo de una manera un tanto simple: el hecho de que ahora podamos hacer cada vez más abiertamente declaraciones racistas, sexistas, etc. que, hasta hace poco, pertenecían al espacio privado) no significa en absoluto que el tiempo de la mistificación haya terminado, que ahora la ideología muestre abiertamente sus cartas. Al contrario, cuando la obscenidad penetra en la escena pública, la mistificación ideológica es más fuerte: las verdaderas apuestas políticas, económicas e ideológicas son más invisibles que nunca. La obscenidad pública siempre se sustenta en un moralismo encubierto, sus practicantes creen secretamente que luchan por una causa, y es en ese plano en el que deben ser atacados.
Recuerden cuántas veces los medios liberales anunciaron que a Trump lo pescaron con los pantalones bajos y se suicidó públicamente (burlándose de los padres de un héroe de guerra muerto, jactándose de agarrar a las mujeres de los genitales, etc.). Los arrogantes comentaristas liberales se sorprendían de que sus continuos y ásperos ataques a los vulgares arrebatos racistas y sexistas de Trump, sus inexactitudes fácticas, sus disparates económicos, etc., no lo perjudicaran en absoluto, sino que quizá incluso aumentaban su atractivo popular. No entendían cómo funciona la identificación: por regla general nos identificamos con las debilidades de los demás, no sólo o ni siquiera principalmente con sus puntos fuertes, de modo que, cuanto más se burlaban de las limitaciones de Trump, más se identificaba con él la gente corriente y percibía los ataques contra él como ataques condescendientes contra ella.
El mensaje subliminal de las vulgaridades de Trump para las personas corrientes era: “¡Yo soy uno de ustedes!”, mientras que los partidarios corrientes de Trump se sentían constantemente humillados por la actitud condescendiente de la élite liberal hacia ellos. Como dijo sucintamente Alenka Zupančič, “los extremadamente pobres libran la lucha por los extremadamente ricos, como quedó claro en la elección de Trump. Y la izquierda no hace otra cosa que regañarlos e insultarlos”. O, deberíamos agregar, la Izquierda hace algo que es aún peor: “comprende” con condescendencia la confusión y la ceguera de los pobres… Esa arrogancia liberal de Izquierda explota en su estado más puro en el nuevo género de programas de entrevistas político-cómicas (Jon Stewart, John Oliver…) que en su mayoría ponen en práctica la pura arrogancia de la élite intelectual liberal.
Como dijo Stephen March en The Los Angeles Times: “Parodiar a Trump es, en el mejor de los casos, una distracción de su verdadera política; en el peor, convierte toda la política en un chiste. El proceso no tiene nada que ver con los artistas o los guionistas o sus elecciones. Trump construyó su candidatura sobre la base de actuar como un canalla cómico: ése ha sido su personaje en la cultura popular durante décadas. Simplemente no es posible parodiar con eficacia a un hombre que es una autoparodia consciente y que se ha convertido en presidente de los Estados Unidos sobre la base de esa actuación”.
En mi obra pasada, usé un chiste de los buenos tiempos del socialismo realmente existente, popular entre los disidentes. En la Rusia del siglo XV ocupada por los mongoles, un granjero y su esposa caminan por un polvoriento camino rural; un guerrero mongol a caballo se detiene a su lado y le dice al granjero que ahora violará a su esposa; luego añade: “Pero como hay mucho polvo en el suelo, ¡debes sujetarme los testículos mientras violo a tu mujer, para que no se ensucien!”. Cuando el mongol termina con lo suyo y se va, el granjero empieza a reír y a saltar de alegría; la esposa, sorprendida, le pregunta: “¿Cómo puedes saltar de alegría cuando acaban de violarme brutalmente en tu presencia?”. El granjero responde: “¡Pero lo engañé! Tiene las pelotas llenas de polvo”. Este triste chiste habla de la difícil situación de los disidentes: pensaban que estaban asestando duros golpes a la nomenklatura del partido, pero lo único que hacían era echar un poco de polvo en los testículos de la nomenklatura, mientras la nomenklatura seguía violando al pueblo… ¿Y no podemos decir exactamente lo mismo de Jon Stewart & Cía cuando se burlan de Trump? No se limitan a echarle polvo en las pelotas, en el mejor de los casos se las rascan.
El problema no es que Trump sea un payaso. El problema es que hay un programa detrás de sus provocaciones, un método en su locura. Las vulgares obscenidades de Trump (y de otros) forman parte de su estrategia populista para vender ese programa a la gente corriente, un programa que (al menos a largo plazo) va en contra de la gente corriente: menos impuestos para los ricos, menos salud y protección para los trabajadores, etc. Desgraciadamente, la gente está dispuesta a tragarse muchas cosas si se las presentan con risas obscenas y falsa solidaridad.
La ironía última del proyecto de Trump es que MAGA (Make America Great Again) equivale efectivamente a su contrario: convertir a EE.UU. en parte del BRICS, una superpotencia local que interactúa en pie de igualdad con otras nuevas superpotencias locales (Rusia, India, China). Un diplomático de la UE tenía razón al señalar que, con la victoria de Trump, Europa ya no es la “frágil hermana menor” de EE.UU. ¿Encontrará Europa la fuerza para oponer a MAGA algo que podría llamarse MEGA: volver a hacer grande a Europa resucitando su legado emancipador radical?
La lección de la victoria de Trump es lo contrario de lo que propugnaban muchos izquierdistas liberales: (lo que queda de) la izquierda debe deshacerse de su miedo a perder a los votantes de centro si se la percibe como demasiado extremista, debe distinguirse claramente del centro liberal “progresista” y su corporativismo woke. Hacer esto conlleva sus propios riesgos, por supuesto: un estado puede acabar en una división tripartita sin una gran coalición posible. Sin embargo, asumir ese riesgo es la única forma de avanzar.
Hegel escribió que, a través de su repetición, un acontecimiento histórico afirma su necesidad. Cuando Napoleón perdió en 1813 y fue exiliado a Elba, esa derrota pudo parecer algo contingente: con una mejor estrategia militar podría haber ganado. Pero cuando volvió al poder de nuevo y perdió en Waterloo, quedó claro que su tiempo había terminado, que su derrota se basaba en una necesidad histórica más profunda. Lo mismo ocurre con Trump: su primera victoria aún podría atribuirse a errores tácticos, pero ahora que ha vuelto a ganar, debería quedar claro que el populismo trumpista expresa una necesidad histórica.
Se impone así una triste conclusión. Muchos comentaristas esperan que el reinado de Trump se caracterice por nuevos e impactantes acontecimientos catastróficos, pero la peor opción es que no haya grandes sobresaltos: Trump intentará poner fin a las guerras en curso (imponiendo la paz en Ucrania, etc.), la economía se mantendrá estable y tal vez incluso florezca, las tensiones se atenuarán y la vida continuará… Sin embargo, toda una serie de medidas federales y locales debilitarán continuamente el pacto social liberal-democrático existente y cambiarán la textura básica que mantiene unido a EE.UU., lo que Hegel llamó Sittlichkeit, el conjunto de costumbres y normas no escritas que tienen que ver con la cortesía, la veracidad, la solidaridad social, los derechos de las mujeres, etc. Este nuevo mundo aparecerá como una nueva normalidad y, en este sentido, el reinado de Trump bien puede provocar el fin del mundo, de lo más preciado de nuestra civilización.
©Slavoj Zizek. Traducción: Elisa Carnelli